domingo, 30 de septiembre de 2007

Verano en Móstoles


Morenas del extrarradio. Bloques rojizos de ladrillo y un cielo bajo y cálido de verano. Jardines resecos de julio, verbenas de barrio y castizos y peruanos bailando un flamenco barriobajero. Madrid tenía en los veranos de mi adolescencia esa maravilla de lo cotidiano que descubríamos en la capital. Las morenas del extrarradio, con un gracejo insuperable, nos pedían fuego a los sureños que pasábamos los raros veranos en el infierno castellano.

Jardines cercados con alambres mínimos y vomitonas en las aceras. Las copas frías nos entraban en la inmediatez dionisíaca del hígado y atrapábamos la sonrisa en los viciados aires de los garitos suburbanos. Los julios caían en Madrid, desde mi primera adolescencia, y uno vagaba en albergues inmundos tintado de soledad y sudor. No importaba, una sospecha de esperanza desfilaba por el irregular perfil de los barrios del Sur, veíamos a lo lejos el perfil enhiesto de la Telefónica y suspirábamos ante la ciudad que, definitivamente, nos habría de acunar.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Madrid


El metro recorre ruidoso y herrumbroso las entrañas de esta ciudad que late bajo su piel dormida y hoy lluviosa. Abandono la estación de Gran Vía y comienzo a deambular por este Madrid frío que apuñala a quien no tiene una faz de lana cuidando su anatomía. Sopla un viento ficticio e hiriente, urbano y arremolinado, que me sorprende cuando en las grandes avenidas el caño de la sierra viene directo a mis entrañas y a mi piel; más tarde me resguardo en la esquina de un hotel, preparo un cigarrillo y en los soportales le doy algunas caladas. Hace frío en Madrid y llueve, cae una cortinilla fría de agua helada que se posa lenta en mi rostro y tizna de suciedad mi cabello.

Los neones aún no se han encendido y en días como éste mi mirada, irremediablemente, vuelve al verano, a la rubia, a Cristóbal y a Sergio. Pronto se hará de noche y los secretos del pensamiento se los llevará de un soplo genocida la oscuridad; quedaremos extasiados por la negra noche, dolida y sin estrellas, que ha de desparramarse sobre el asfalto y la atmósfera viciada que pisamos.

Hoy he paseado en Madrid como llevo haciendo más de un mes y medio, el tiempo que llevo en estas calles y que va incrustándose en mi pensamiento como un condicionante más de quién seré. Rebusco por las callejuelas algún bar abierto en el que sobrellevar esta inmundicia de vida y apenas encuentro calidez en los corazones que navegan, ajenos a mí, por estos océanos de semáforos y bancos, y ministerios, y ecuatorianos con panfletos que asedian detrás de la rutina de un paseo. A veces paro en el Retiro y en los días azules y soleados del otoño, ésos de un frío conocido y reparador, cerca del estanque patinan rubias con cascos del Mp3 y un perro persiguiendo su paso, yo sobresaltado busco tras los destellos del sol en el cabello los profundos ojos de Estefanía, como en un acto maquinal y primario, y a veces me sostienen la mirada con un odio que desconozco y me hace dirigir los ojos a la profundidad del estanque donde esos novios, recién salidos de un caro colegio en el barrio de Salamanca, navegan en el bote uniformados por sus grises vestimentas de colegiales; se besan, reman, se tumban uno encima del otro mientras el agua sobre la que se mantiene la endeble barquilla es verdusca y mugrienta, nadada por especies acuáticas contaminadas, por grandes peces que incluso en esa otra extensión de agua, tan diferente a la piscina del manicomio San Julián, hayan podido encontrar a más niños de bañador rojo e inocencia grabada para siempre en el rostro de quien se ahoga y pugna con la fatiga del último aliento por ser rebelde con el destino de las profundidades.

Esos mismos días que voy al Retiro muevo las piernas y recorro la ciudad de arriba abajo, paseo por la calle de Alcalá hasta Cibeles y, al llegar a esa plaza corriente pero mágica, mis pies descienden el Prado sin rumbo, perdidos entre las arboledas y el sol licuándose entre las amarillentas hojas que caen al peso de la escarcha de la noche. Otras veces me detengo ante la fachada del Congreso de los Diputados y miro con fijación al policía que mañana ha de comprobar mi pase de prensa para testificar que, aún hoy día, hay profesiones más ruines incluso que la de estafar por los votos a una nación: la del que escribe sobre tan bajo acto. También acostumbro a mirar al suelo caminando por los Austrias, tomar la Plaza de Santa Ana y perderme en el barrio de las letras, por esas callejas literarias que desde que era joven siempre había mitificado y que, ahora, mientras las recorro y piso los grises pavimentos ennegrecidos por el cielo, pienso que son nada más que el acompañamiento urbano que me sigue; alguien que va creando un fondo a mi vida que es siempre el mismo, aunque yo me empeñe en reconocer a Estefanía, a Cristóbal o mí mismo en los ojos de los moros que pasan enfundados en baratas réplicas de chaquetas por mi lado.

lunes, 10 de septiembre de 2007

José Tomás


José Tomás bordaba la tauromaquia de la sangre y la arena en el coso de la Malagueta, y una afición poco malagueñista, entendida, con las alfombrillas de diseño y los puros nevados de ceniza, aplaudía la torería sobria de un castellano que convirtió el valor en pellizco poético. El arte de la Fiesta es efímero, pero Tomás inmortalizó la valentía en la enciclopedia del capote cargado de futuro.Los tendidos se enseñoreaban al ser una plaza de primera, el respeto volvía por el viejo coso a los pies de Gibralfaro y la bulla del centro cedió cuando el de Galapagar imaginó por chicuelinas a unos Cuvillos enrazados que devolvían a Málaga al epicentro de la torería.


José Tomás llegó, vio y triunfó con un mechón blanco en la cabellera, signo inequívoco de una genialidad que no es de este mundo. Durante toda la Feria, Málaga se convertía en un despropósito de aficionados sudorosos, pero llegó el espada madrileño a devolver el fuego a los hombres y la ilusión al proletariado, que siempre quiso ser maletilla espontáneo de las puertas grandes.Con el triunfo agónico, épico y trágico de Tomás, Málaga lograba el perdón de los pecados de su Feria, ese desfile del mal gusto que convierte este villorrio marinero en la capital europea del mal gusto. Acaban diez días de una diversión insana en la que la estética del quinqui ha triunfado por encima del decoro. El malagueño es majarón, nos lo ilustró magistralmente Vázquez, y bastante hortera.


Las amistades, que vienen de fuera en ferias, siempre desconfían de un centro lleno de matarifes y una posmodernidad entendida como apología de lo suburbial. El calor recalentado y el griterío entre la Plaza del Carbón y la entrada de Larios nos separan, definitivamente, de ser una Salzburgo del Sur. En fin, se apaga otra Feria en la que vivimos tan peligrosamente como nos dejó esta ciudad. Al menos, eso sí, tendremos en el paladar el sabor salado del poema de José Tomás, que tanto molesta a esos ociosos que se dicen `antitaurinos´ y que quisieron hacer algo de ruido justificando lo injustificable de su pensamiento vacío, progre y equivocado.


Esta Feria y esta Málaga, por favor, devuélvanla a los corrales.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Jacques Brel



En la insomne noche, frente a mi afilado folio, busco ansioso a las musas, que huyen de mí, pobre y solitario fauno, como traviesas ninfas. Ni las alcanzo a ellas, ni ellas me alcanzan a mí pero encuentro, en el ciberespacio, poetas de otros tiempos que me sumergen en una catarsis personal, solitaria, en mi pequeña habitación.

Uno de estos poetas, que han hecho que pase horas sentado en mi sillón, a oscuras, de madrugada, sin hacer nada más que disfrutar de la palabra, ha sido Jacques Brel.

Con la posibilidad de regresar al pasado, que nos dan las nuevas tecnologías, conocí a un hombre del que, hasta ahora, solo sabía su nombre: Jacques Brel. Ocupaba toda la pantalla de mi ordenador, en blanco y negro. Corrían los años cincuenta, y su verbo no necesitaba más decorado que la oscuridad a sus espaldas, un micrófono y un foco que iluminara su desencajada cara.

Entonces los cantantes eran poetas y, como tales, no necesitaban ser guapos. Sus grandes orejas, sus ojos pequeños, su marcada mandíbula y sus labios carnosos no eran un impedimento para atraer al espectador.

Brillaba su rostro y caían, pausadamente, gotas de sudor por sus mejillas y su mentón mientras, envuelto por el sufrimiento, la frustración y la desesperación del amor, susurraba, con cierta resignación melancólica, “Ne me quitte pas”. No me dejes.

Esa misma noche cantó para mí “Ámsterdam”. Entonces la tristeza amorosa fue sustituida por fuerza, furia y vehemencia, con ciertos toques de locura genial en sus movimientos. Contaba historias del puerto de Ámsterdam, de marinos que viven y mueren, de putas y de mujeres infieles.


En su voz potente y ronca las palabras dejaban de ser francesas para convertirse al esperanto que es la poesía. Fluían sobre la música creando historias que hacían vivir otras vidas.

Cuando creía que el poeta era insuperable, en la belleza de sus obras, volvió a sorprenderme. Se me mostró como un histrión loco que con versos, aparentemente cómicos, me regalaba su visión crítica, ácida y delirante de la vida. “Los burgueses son como los cerdos, cuanto más viejos, más bestias. Los burgueses son como los cerdos, cuanto más viejos más gilipollas”.
“Les bourgeois c'est comme les cochons” sentenciaba.

Aunque como mejor se conoce a un poeta es leyéndolo, o en este caso escuchándolo, no resistí la tentación de saber que había sido de él.

Aunque había pasado toda la noche conmigo, hacía ya casi treinta años que había muerto. Tras alcanzar la gloria artística había escapado de los escenarios y solo grababa discos de estudio. Por eso solo había podido verlo en grabaciones en blanco y negro de finales de los cincuenta y principios de los sesenta del siglo pasado.

Su huida lo llevó a las Islas Marquesas donde pasó sus últimos años antes de morir, a los cincuenta años. Fue enterrado en el paraíso polinésico y hoy descansa al lado del pintor Paul Gauguin. Un sitio digno de él.

Aunque quizás, quién sabe, no muriera y esté en el mismo sitio donde está Elvis o el gran Carlos Gardel. Allí donde los hombres mueren y se convierten en leyendas.

Rosa Díez - Artículo de elplural.com -


Escribíamos aquí que ya vamos conociendo las caras de quienes juegan la baraja de cartas de esta política nuestra. Resentidos varios se apropian de la actualidad, ahora que las ideologías están en rebajas, y los políticos, qué perverso el destino, se nos presentan como custodios de la dignidad.


Colecciona portadas Rosa Díez, amparada en esa lucha contra el nacionalismo radical que muchos, en Euskadi, han hecho una patente de corso para medrar en el proceloso mundo de la política. Ahora Díez nos habla de decencia con Savater, el filósofo, en un nuevo tinglado parlamentario de ésos que, como el Guadiana, irrumpen y desaparecen dando paso al sagastacanovismo que se ha revelado como el menos malo de los sistemas.


Entre el riesgo de que España se rompa y la insolidaridad tirante de las tierras periféricas donde el maketo o el charnego es un apestado, surge una nación antigua, digna, pacífica y tranquila donde salvapatrias como Díez nos resultan cómicas versiones de una Mariana Pineda, apolillada y triste.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Las meretrices, después de Umbral - Fragmento de "El año de la rubia"


Las putas fueron esas señoras que, en una adolescencia que creí superada, me embargaban en su espiritualidad de visón sintético y bragas. Fueron madrastras de alquiler las meretrices que tanto cantaba Umbral, aquellas mujeres que nos recogían en su regazo de polígono de extrarradio y ponían su alma a disposición de unos vagabundos mantenidos y ociosos.

Había que saber entender a las prostitutas cuando nos acogían cariñosas y nos despedían medio llorando. Los poetas y yo llegábamos a los descampados por donde el río de la ciudad curva sus marismas y, de madrugada, cuando las luces apenas tintineaban, en los asientos traseros de los coches desvencijados vivíamos una pasión de musas y leopardos. Sí, fueron las putas una suerte de fieles amante sin más condición que los honorarios y un adiós que resonaba a un quizá, de otra noche y otro polvo.

Ya lo he contado. Las putas fueron unas madres que me vieron, con veintipocos, rodeado de aquellos letraheridos viciosos y soñaron en adoptarme como el hijo o el hermano que el destino le arrebató. A veces me entregaba a sus placeres carnales, con un rumor de hielos caros en la espalda; y las camas inmensas de los burdeles eran, vistas ahora, al recuerdo, retazos de placer sano.

Ángeles con bragas de lana y cigarros marchitos. Así eran vistas las putas para el puterío canalla y trasnochador con el que compartía madrugadas.

Nacho Triste nunca fue un asiduo a los lupanares pero siempre mantuvo su promesa de compatir, antes de que el destino nos alejase momentáneamente de aquel villorrio marinero, una noche en camas de alquiler. Reía ante su promesa y decía que la cana al aire me la debía, por mi juventud y descaro; también por interesarme por sus historias de la transición que relataba, ya míticas, como en un ciclo artúrico de novelas de caballeros y damas.

viernes, 7 de septiembre de 2007

All'alba vincerò!

Cuando un mito muere algo de ti se va con él. Nacerán otros, morirán otros, pero ya no serán los mismos que envejecieron mientras crecías. Aquellas leyendas eran parte de tu vida y, sin embargo, se observaban lejanas en el tiempo y en el espacio.

Luciano Pavarotti era una de esas estrellas. Cuando lo conocí sólo tenía cinco años y me alcé como pude sobre un sofá, de casa de mi tía, para verlo cantar junto a Plácido Domingo y José Carreras. Era el año 1990 en las termas de Caracalla. Mi padre me condujo, desde la terraza dónde cenábamos esa cálida noche de verano, hacia el tresillo donde, a su lado, pude observar un espectáculo que se quedaría grabado en mi tierna mente: la ópera. Anduve días canturreando “O sole mio” y llegué, a la semana siguiente, a casa de mi abuela entonando “La donna é mobile”.

Cuatro años después,“Los Tres Tenores”, volvieron a reunirse con motivo del Campeonato Mundial de Fútbol celebrado en los Estados Unidos, sí aquel en el que fuimos eliminados por Italia en cuartos de final, y yo volví a alucinar ante aquellas voces. El concierto se celebró en Los Ángeles, en el estadio de “Los Ángeles Dodgers”, y fue tan memorable que corrí con mi madre a comprar el CD del concierto para regalárselo a mi padre. Fue el primer “compact disc” que entró en mi casa. Yo tenía nueve años.

Desde entonces, y hasta ahora, ese CD ha seguido sonando, sin interrupción y algo rayado, en mi habitación. Muchas horas he pasado, iluso de mí, tratando de acercarme a alguna de las notas con las que el bueno de Luciano alegraba mi vecindario. De entre todas las canciones, incluyendo sus óperas y sus magníficos duetos con las principales estrellas de la música pop, la que más me emociona es, “Nessun dorma”, de la ópera de PucciniTurandot”. Sé que no soy nada original, ya que él la convirtió en un auténtico himno mundial, pero, tras años escuchándola, me emociona cada día más y siempre la he considerado como la canción más bonita de la historia, aunque sólo si la canta Pavarotti.

Constituye la perfecta fusión entre la lírica y la épica. La lírica la puso Puccini con la belleza de unos versos que narran una legendaria y lejana historia de amor, la épica la puso Luciano con la fuerza de una voz inigualable que subía hasta los cielos cantándole a la noche, ordenándole desaparecer, y gritando que vencería al alba por amor.

Mientras derramo una furtiva lágrima algo de mí se va contigo, un pequeño pedazo de mi vida, pero tú sigues aquí, en este instante y por siempre, recitando el “Ave María”.

Venciste al alba Luciano, venciste al tiempo, venciste a la historia.

Dilegua, o notte!
Tramontate, stelle! Tramontate, stelle!...
All'alba vincerò!
vincerò! vincerò!

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Capítulo de "El Año de la Rubia". Mi próxima novela ...


Estefanía vivía con su tía en un lujoso chalet encalado, aparentemente andaluz y rústico. Tenía un amplio jardín que servía de porche desde donde pasaba las tardes tumbada al sol que la acariciaba con una dulzura de bronceado pálido y dorado. A veces bajaba con la motocicleta de jugar al tenis en las pistas de su exclusivo barrio, y cuando me aproximaba a su casa creía verla allí, tostándose al sol como en una postal sureña e idílica de los Estados Unidos. Nunca me atreví a llamarla, quizá alguna vez pasase algo bebido por delante de su puerta y gritara un quejido de desengaño etílico e inaudible. Con miedo. Con un temor que me impedía escribir y reafirmarme en que era persona; temía y siempre creía partir con desventaja en las artes amatorias. Me veía a mí mismo a través de los ojos de Estefanía.

Ahora dudo que Estefanía pudiese albergar tan complejos sentimientos. Aquejada de la simpleza espiritual de una belleza innata, sus pareceres hacia la clase de desfavorecidos en los que yo me incluía eran inexistentes. Yo era acaso una invisibilidad en los glaucos ojos de Estefanía, un nombre perdido en los ecos de la noche y el grupo. Agua vital y enfurecida que su mirada diluía en un interiorizado pero inocente sistema de desigualdades.

No. Nunca había penetrado en el porche de su chalet. Nunca pisé como hicieron otros estúpidos el césped recién cortado de la puerta, llevándola de la mano bajo la mirada complaciente de su tía, millonaria divorciada que se quedó hábilmente con una fortuna incalculable que gastaba en caprichos de la rubia, prendas y viajes exóticos que, para ella, suponían una suerte de socialización del conocimiento entre países.

Nunca había traspasado la tenue frontera de una verja que imaginaba inexpugnable, la de su chalet en Los Castañares. El mundo se me presentaba como una sucesión laberíntica de fronteras, de vallas, de separaciones y verjas puntiagudas e infranqueables que me ceñían cada vez más en la nadería que había creado. Era inexperto y tímido, me había ido construyendo un novelesco personaje que vivía de la soledad y el abandono, y mis ropas ya comenzaban a presentar un envejecimiento que siempre consideré interesante. En mi fuero interno quería demostrar al mundo que la época que vivía no era la mía, que la existencia se había confundido conmigo y era ya hora de que cambiasen los planes que un terrible destino había forjado para mí.
Perdedor. Sí, fui y seré un perdedor que siempre mantuvo la aristócrata perspectiva de conseguir a Estefanía para convencer y convencerme de que yo era más que un fracaso. Que podía ser atractivo para Estefanía y su mundo.

lunes, 3 de septiembre de 2007

A Pablo, Agustín, Loma y demás, GRACIAS

Este post quiero que sea un homenaje a Pablo Aranda, a Agustín Rivera, a Álvaro García, a José María de Loma (la joya de mi editorial) y a González Vera y muchos más por interesarse por mis columnas y ofrecerme sus sabios consejos y ayudas impagables. GRACIAS, MAESTROS, POR APOYAR EL COLUMNISMO DE LOS JÓVENES

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domingo, 2 de septiembre de 2007

Fue Umbral, pese a todo


La marquesa de los viernes, o de los jueves, o de los martes, llora desconsolada en los cafés galdosianos de un Madrid bajo la canícula. La travesía de Madrid se nos hace complicada y el Gijón, endulzado de tardes, echa el pestillo a media asta durante los cinco minutos eternos del vermú.


Umbral abandona el valle de lágrimas como un cadáver exquisito cuyo dandismo arropó siempre su prosa. Fue algo distinto a un periodista. La ideología, su sumisión a los postulados pedrojotescos, debió entenderse como la veleta de vital de un esteta cuyo ideario residía en las evocaciones de Tierno Galván y sus paseos por los decampados del norte matritense.
Le lloverán salvas de despropósitos y elogios, pues siempre incomodó el viejo dandy a quienes vieron en él una referencia moral; otros aprendimos que el barroco no murió en Quevedo y que se podía ser castizo, gonzálezruanista, en estos tiempos de teletipos y primacía de lo informativo sobre lo superfluo y vital de la palabrería.
Vamos viendo que una raza de escritores de periódicos desaparece, Alcántara resiste y entierra a su generación, longeva en alcoholes. Descanse en paz, bailando entre el chasquido de una Hispano-Olivetti y el rumor mortal y rosa de las meretrices en los altos cielos de Valladolid. Fue Umbral, pese a todo. Un maestro.